Hacer el amor
Hacer el amor es nacer en tu seno,
es despertar en cada trocito de pellejo, es apuntar al todo despojándose del
pasado y de los recuerdos.
Es circunscribirse a la piel que
aguanta la carne sobrecogida, el grito, las arrítmicas oleadas de sangre, los
veleros sin amarras, es la lava del volcán, es la voz ronca que susurra rebuznos
y gemidos.
Hacer el amor es abrasar el instante, es desplegar las alas en un abrazo contemplando
desde lo alto la trémula piel que nos dibuja para luego aterrizar en tu paisaje
y aplastar violentamente la tierra con nuestros cuerpos.
Hacer el amor es abstraerse religiosamente a los deslindes de nuestro
propio dibujo sin permitirnos escapar de esa silueta que lo aprisiona todo y
todo lo contiene como si nuestro orgasmo fuera una implosión suboceánica que
deja vestigios del paso de la guerra; Que entren las explosiones, que no salga
ninguna, que estallar dentro de ti sea me convierta en kamikase.
Hacer el amor es hacer que mis pasos pavimenten caminos y huyan hacía dentro
de ti. Es convertir el deseo en una trampa que no deja que las oleadas de lepidópteras
zombificadas, de esas que hablabas cuando decías que tus mariposas se habían
muerto, huyan de nuestro estómago, aprisionándolas vivas, eternas, oscilantes y
relucientes.
Hacer el amor es bajar las estrellas, es hacer que las estrellas pongan
una luz en cada célula, que sean un incendio en nuestro cuerpo. Es hacer que el
cielo baje y nos cobije, y que el infierno suba y crezca como una fogata que
abriga y encienda ese cielo.
Hacerte el amor es estrenar las ansias con cada arremetida, es convertir
las caricias y cada sentido en algo nuevo. Es ver por primera vez dentro de mi alma, oír por primera vez, tocar por
primera vez, oler por primera vez; es sentir por vez primera el gusto agridulce
del caldo de sudores y hormonas.
Escribo ahora deseado que cada vez que hagamos el amor sea la primera
vez, como un bucle espiralico que empieza eternamente sin dejar de ser algo
conocido pero permitiéndonos resignificarlo como algo nuevo.
Hacerte el amor es multiplicar por dos todo lo bello, lo mágico, lo
bueno, lo creativo; Y también dividir por dos todo el dolor. Es darlo todo y
esperarlo todo.
Es profesar el máximo altruismo y al mismo tiempo padecer el hedonismo más
atormentado. Es que tú seas yo, y yo ser tú, y que ambos seamos sabios aprendiendo
de qué manera y con qué ímpetu y cadencia puede lograrse la sincronía perfecta.
Es sentir la sed interminable en medio del desierto, y de pronto, beber la
jugosa fruta que nos refresca. Es ser la copa y el vino, la playa quieta y el
viento huracanado, es ser pecado y penitencia. Es suavidad de seda y aspereza
de tronco, grito y silencio. Juego de niños y guerra mundial zeta. Es escalar
por tus altas cúspides y ascender hasta lo profundo de tu cuerpo.
Hacerte el amor es tocar lo eterno, faltandole el respeto a la muerte y
al tiempo, relegarlos, perderle la pavura y el miedo. Hacerte el amor es saber que la puerta está abierta y necesitar quedarnos
siempre, porque el amor necesita que lo hagamos, que lo recreemos, que lo
reinventemos, y nosotros de la misma forma lo necesitamos; porque el encuentro
perfecto y exacto de estos dos seres imperfectos que se aman es el verdadero
milagro, el más difícil, y el más importante. Hubiéramos podido permanecer en
la distancia siendo conocidos, sin vernos, mirando hacia otro lado, distraídos
o haber pasado, como tantas veces, a diferentes horas por el mismo ocio y
letargo de los días sin hablarnos, o no haber pasado nunca, y nunca nos hubiésemos
roto el hielo, y nunca me hubieses buscado, y nunca nos hubiésemos encontrado; tuvo
que haber un "algo", un mandato divino, una calculada casualidad,
para que entre miles de habitantes en el mundo, entre cientos de prospectos de
amigos, entre decenas de contactos frecuentes tú y yo coincidiéramos en el
mismo tiempo, y que la austera coincidencia de una sencilla charla se haya
configurado en una velada de risa, vodka y marihuana, y hayamos sentido tantas
cosas bellas sin siquiera miraros a los
ojos y mil kilómetros de distancia, y quizás desde ese primer instante ya estábamos
haciéndole el amor a nuestras mentes. Y que tú supieras y que yo supiera...
...para que alguna vez ambos supiéramos, quizá, que hacer el amor es
siempre un estreno, y no es subir, volar a las estrellas y tocarlas, sino
traerlas a nuestra íntima arquitectura, para que las estrellas produzcan el
luminoso incendio, el fuego purificador que transforma la carne en todo el
cielo.
Sin duda alguna, estas líneas te hacen pensar en lo infinito, en lo intangible, a lo eterno.
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